El licenciado en Derecho con título pero sin conocimiento jurídico

Acompañada de su madre, Alicia saludó con timidez a su colega. Él, con un gesto amable, les indicó a ambas que pasaran a su oficina. Al cruzar la puerta, quedaron asombradas por su lujo. Tras un nervioso carraspeo, la madre de Alicia empezó a narrar su problema mientras el abogado escuchó atentamente. Luego, éste exudando conocimiento y seguridad explicó las acciones legales que debían hacerse para resolverlo. Entretanto, Alicia y su madre se miraban entre sí y asentían, pues lo que escuchaban les parecía lógico. Al finalizar la exposición del abogado, la madre de Alicia, titubeando y embargada de pena, le preguntó cuánto dinero les costaría poner en marcha las acciones legales que mencionó. El abogado, sin cortapisas, espetó la cifra con frialdad. Impactada por el monto la madre de Alicia se amilanó en su asiento y tras reflexionarlo por un momento, no le quedó más que ceder al pago de los honorarios. Esto, claro, no sin antes voltear a ver a su hija—Alicia— con cierta decepción y desprecio. Su hija, la supuesta abogada, que le había hecho pasar la vergüenza de que un verdadero abogado tuviera que socorrerla.

Este lamentable escenario me ha tocado presenciarlo no como testigo, sino como protagonista en más de una ocasión. Y es que en mi papel de abogado he tenido que asesorar y representar sobre situaciones básicas que cualquiera que tuviera la licenciatura en Derecho debería saber, no sólo a supuestos colegas, sino a familiares de estos. En suma, de personas o cercanas a éstas que obtuvieron su título de licenciado en Derecho pero con tan mala o nula formación jurídica, que realmente no se diferencian de quienes no han escuchado hablar jamás sobre el tema.

No. No hablo de esas asesorías que me parecen muy válidas cuando se trata de acudir al especialista de una determinada materia dada la inmensidad de la ciencia jurídica y lo iluso que sería pensar que un solo abogado pudiera abarcarlas. A lo que me refiero es a esa supina ignorancia que únicamente podría ser entendible en un lego del Derecho, mas no de un egresado de su licenciatura. Y es que hay temas tan básicos que no ameritan mayor erudición o, si acaso, un chequeo rápido en los distintos ordenamientos para refrescar la memoria, como: divorcios, sucesiones, contratos, etcétera.

En ese sentido, las experiencias que he tenido y que sé que otros abogados tienen, versan sobre esas cuestiones tan básicas que no requieren, insisto, acudir a especialistas para tratarlas. Pero es tanta la falta de formación jurídica que los flamantes licenciados en Derecho se empequeñecen y prefieren actuar, al igual que sus parientes, como legos del Derecho aunque esto les implique avergonzar a sus familiares y a sí mismos al revelar que su paso por la carrera fue una farsa y una pérdida de tiempo.

Por si fuera poco, esta falta de formación jurídica también presenta dos problemas fundamentales. Uno para la sociedad y el otro para el egresado de la licenciatura en Derecho. En cuanto a la sociedad, ésta se ve perjudicada por dejarla en manos de supuestos profesionales que, en vez de ayudarla con su conocimiento, la ponen en riesgo ante su impericia. Sus efectos, desde luego, son fáciles de percibir. Por otro lado, en lo que respecta a los supuestos abogados, se genera la decepción del licenciado en Derecho y sus familiares, cuyos efectos son internos, ya que afectan la autoestima de quien se vio burlado al habérsele permitido egresar de una carrera para la que no está preparado. Además, también lastima a su familia quien lo apoyó y sintió que perdió su tiempo y dinero.

Al ser un fenómeno tan extendido el hecho de que haya muchos egresados de la licenciatura en Derecho que en realidad parecen legos, es que he decidido reflexionar sobre el tema. Quizás al tratar este fenómeno pueda evitar el destino de muchos estudiantes que ahora se regocijan por  cursar una carrera que no demanda rigor académico y que, por tanto, piensan que se han sacado la lotería. Si supieran cómo actuarán en el futuro y las vergüenzas que tendrán que pasar, y hacerles pasar a sus familiares, quizá se tomarían más en serio el estudio del Derecho.

Para esto, en la presente entrada dividiré el tema bajo los siguientes apartados:

1) Cómo se ha llegado en este punto, es decir, las causas de que un licenciado en Derecho egrese sin contar con una formación jurídica sólida.

2) Las características del licenciado en Derecho sin formación, que no pocas veces pululan por los pasillos de los juzgados.

3) Cómo es que, al haber sido engañados y dejarlos egresar, las universidades les dan un golpe mortal a la autoestima de estos falsos abogados y ponen en peligro a la sociedad.

Sin más dilación, comencemos:

  • 1) Creación del licenciado en Derecho sin formación jurídica
  • 2) Características de los falsos abogados
  • 3) Decepción profesional y peligro social

Cuando inicié la carrera de la licenciatura en Derecho en Ciudad Juárez, me tocó leer, como cientos de estudiantes, el mítico libro de “Introducción al Estudio del Derecho” de Eduardo García Máynez. Más allá de la complejidad del texto recuerdo muy bien que, en uno de tantos de sus prólogos de anteriores ediciones, la narración de cómo la familia del autor tuvo que vender propiedades en México para poder costear sus estudios de posgrado, lo cual les supuso un gran sacrificio económico. Y es que, como relataba el autor, en esa época no existían becas para estudiar en el extranjero, por lo cual la educación superior se reservaba para contadas familias de abolengo.

Este fenómeno estaba bien extendido, pues hablando con personas mayores aquí en Juárez me relataron cómo muchos tuvieron que hacer sacrificios para estudiar: ora por irse a estudiar a la capital, ora porque sus padres vendieron su patrimonio para sufragar sus estudios al interior y exterior del país, etcétera. Esta experiencia era muy común en Chihuahua (y sigue siéndolo para algunos habitantes de ciertos municipios) en donde antes de existir la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, los juarenses tenían que irse, por ejemplo, a estudiar a la UACH o a la UNAM, con todo el sacrificio económico que eso implicaba.

Bajo este panorama, es evidente que antes las pocas universidades mexicanas tenían una demanda menor e estudiantes y egresados. Por ende, estos últimos tenían escasa competencia y, por ello, gozaron de una suerte de movilidad social súbita al ocupar empleos reservados a la nueva clase de profesionistas demandada por México. Esto, desde luego, creó un aliciente para la proliferación de instituciones de educación superior que hicieran egresar—cuando bien debería ser formar— a nuevos profesionistas bajo la venta del sueño del progreso social. No por nada hoy en día existe una mayor oferta de servicios profesionales que demanda, tal y como lo he tratado profusamente en ¿Por qué un profesionista debería de tener un blog?.

Desde luego, la multiplicación de instituciones de educación superior de manera tan súbita engendró diversos problemas. Uno de ellos fue la pérdida del rigor en la enseñanza. Y es que, ¿cómo y de dónde iban a surgir tantos maestros de calidad para formar a los nuevos profesionistas del futuro? Fueron preguntas que no se plantearon y se decantó por la improvisación. Así, al no existir suficientes maestros, se optó por poner en las aulas a quienes no tenían los conocimientos ni las habilidades pedagógicas para formar verdaderos profesionistas. ¿Y cuál podría ser el resultado de contar con maestros mediocres en la educación superior? Profesionistas igual de mediocres.

Por otro lado, si le sumamos a esta tragedia profesional la costumbre anidada en los estudiantes mexicanos desde los párvulos del método de enseñanza “magister dixit , esto es, que no hay conocimiento más allá de lo que imparta el profesor y que es únicamente responsabilidad de éste transmitirlo; tenemos la fórmula perfecta para el fracaso a nivel superior. Así, hoy en día los alumnos en las universidades piensan que su papel como estudiantes se constriñe a recibir información, Ir, escuchar y si acaso no aprenden, es por culpa de los profesores y no de ellos mismos por no ser proactivos.

Esta improvisación de maestros y la costumbre del “magister dixit” abundan en las facultades de Derecho. Profesores sin conocimiento y mucho menos habilidades pedagógicas son puestos al frente de las aulas para cubrir el temario. Lo peor ocurre ante un grupo de alumnos acostumbrados a aprender por ósmosis y no por sí mismos. Esto, naturalmente, obliga a las autoridades educativas a disminuir la seriedad de las evaluaciones y, con ello se explica cómo es que pésimos alumnos llegan a convertirse en licenciados en Derecho.

Por ende, si queremos evitar la proliferación de licenciados en Derecho sin formación jurídica es necesario elevar el rigor en las facultades de Derecho. Esto es, poner maestros con verdadera vocación de enseñanza, habilidades pedagógicas y, desde luego, implementar evaluaciones rígidas que midan el aprendizaje de los alumnos. Un monopolio jurídico contenido en nuestra constitución está en juego en la formación de esos alumnos, así como el destino de miles de personas que son juzgadas en los tribunales en México. Es hora de ponernos serios.

No todos los licenciados en Derecho sin verdadera formación jurídica aceptan su ignorancia y evitan la práctica para no hacerle daño a la sociedad y a sí mismos. Por el contrario, muchos andan muy orondos por los pasillos de los tribunales vendiéndose como juristas, cuando en realidad no llegan ni a meros leguleyos. Y es que su título de licenciado en Derecho vale igual que el del más avezado de los abogados, por eso se toman el atrevimiento de patrocinar incluso juicios.

Pese a ello, siempre hay formas de detectar a estos farsantes y aquí quiero exponerlas. La principal es su repulsa a realizar por sí mismos la representación del cliente, ya sea desde la asesoría, que muchas veces es proporcionada por alguien distinto al que se contactó y contrató, hasta el hecho de ser asistidos en el propio juicio. Esto se hace aún más claro cuando se observa su inasistencia a las audiencias orales o cuando tienen el atrevimiento de asistir, pero como mero oyente mientras otro lleva la voz. Por ende, no es poco común que el cliente pague a cierto abogado, pero termine lidiando con otros y quede en completa confusión al no saber con certeza quién es realmente el que lleva su juicio.

Por supuesto, para justificar la falta de representación se darán múltiples pretextos: que se están saturados de trabajo, que están enfermo, que tienen que salir de la ciudad, etcétera. La realidad es que no saben cómo atender el asunto. Sin embargo, ello no le impide cobrar y buscar alianzas para que otros que sí saben—con suerte— lleven los asuntos a buen puerto. Es decir, el falso abogado se convierte en una mera agencia de manejo de clientes. Un riesgo evidente para los clientes.

Otra característica de estos falsos abogados es que en aras de resolver sus problemas jurídicos, terminan convirtiéndose en traficantes de influencias. En delincuentes, pues. Y es que como bien expuse en mis anteriores entradas El abogado postulante como mercader de resultados y Lo que implica ser un abogado postulante. El lector voraz, más allá de la pompa con que se dice ser abogado postulante, nuestra función es netamente intelectual y se reduce  a leer, escribir y hablar en público. Así, una vez pactados con el cliente las condiciones de nuestros servicios, el tiempo de las apariencias llega a su fin y se entra al mundo de la acción. Al mundo de los resultados.

A este respecto, un verdadero abogado postulante debe estudiar con cuidado los documentos y pruebas proporcionadas por el cliente, revisar la legislación, los precedentes y hasta la doctrina correspondiente a la materia que se trate. Una vez hecho lo anterior, debe elaborar la demanda, amparo, apelación, etcétera para materializar la defensa del cliente o bien, preparar el discurso que se pronunciará en audiencia. En suma, debe hacer uso del intelecto para cumplir tanto los servicios pactados con el cliente como con el verdadero propósito de ser un abogado postulante.

Naturalmente, estas actividades entrañan una fatiga que no todo mundo está dispuesto a tolerar. También, suponen una formación jurídica sólida, un arraigado hábito de lectura, sentido de responsabilidad y pasión por la profesión. No obstante, es en ese paso a la acción donde el falso abogado pretende eludir ese esfuerzo intelectual y, en su lugar, lo sustituye con la corrupción para resolver los asuntos que caigan en sus manos. Sí, sobornando gente aquí y allá o, en el ‘mejor’ de los casos, apelando a la lástima y a elementos extrajurídicos para resolver los asuntos, como recurrir a favores con amigos y conocidos.

Por eso no faltarán aquellos falsos abogados que, sin cortapisas, vendan como estrategia de litigio el uso de sus contactos para resolver un problema legal. Esto, ya sea a través del pago de un soborno o simplemente intercambiando favores. Actitud que, más allá de su evidente carga delincuencial, funge como un sustituto y, a veces, como la única alternativa para paliar la falta de formación jurídica que arrastran desde su paso en la facultad de Derecho.

Por eso, si tu abogado no parece tu abogado porque no te responde directamente tus dudas, no lleva la voz en tus audiencias y, además, pretende resolver tus problemas legales con llamadas telefónicas, ten mucho cuidado. Estás ante un falso abogado que solo tiene un título de licenciado en Derecho, pero que no tiene idea de qué trata realmente su profesión. Cuidado.

Por último, parte de las consecuencias de dejar egresar a licenciados en Derecho sin una formación jurídica real es el daño a la autoestima que se les genera al sentirse ineptos para la práctica legal, además del peligro social que implica que puedan asesorar y representar a personas ante los tribunales. Lo primero no siempre es perceptible porque como ya dije, hay quienes se aventuran muy orondos a ejercer aunque sea a través de otros o mediante actos delincuenciales. Por cuanto al peligro social, este fenómeno salta a la vista debido a la insatisfacción generalizada del mercado por la calidad—y sobre todo a lealtad— de los servicios legales prestados.

Así, no son pocos los licenciados en Derecho que tienen que pasar la vergüenza— y hacérselas pasar a sus familiares— de que, ante el menor problema jurídico que se les presente, se sientan inútiles para asesorar o resolverlo y tener que acudir con un verdadero abogado que sí estudió. Al final, terminan actuando como si nunca hubieran estudiado y se dedican de lleno a otras labores. No por nada muchos graduados de la licenciatura en Derecho al darse cuenta de la farsa en que se vieron inmersos durante cuatro o más años, prefieren eliminar todo rastro de haber estudiado la carrera.

No obstante esta aparente indiferencia, lo cierto es que son pocos los que pueden rechazar una carrera exitosa en la abogacía, ya sea porque encontraron su vocación en otra área—como ha ocurrido con cientos de escritores— o porque veían al Derecho como un mero complemento a su actividad principal, como algunos empresarios. La realidad es que dado que el mercado legal no existen muchas ofertas y que no cuentan con las herramientas básicas para desenvolverse en él, la mayoría de licenciados en Derecho optan por aceptar que sólo perdieron el tiempo.

Esto, naturalmente, alimenta una sensación de fracaso por no haber podido tener éxito ante una sociedad que todavía exalta a la educación superior como la ruta más ‘limpia’ de movilización social. Y si a esto le agregamos la presión social, sobre todo la proveniente de la familia, quienes no entienden por qué se dio el fracaso si ya se cuenta con el título para una carrera que, durante siglos, fue considerada como reservada para la élite. Así, al licenciado en Derecho sin formación le queda un panorama sombrío y lleno de desesperanza que lo atormentará durante gran parte de su vida. Lamentable. 

Por cuanto hace al peligro social, si hay una de las profesiones más vilipendiadas en México, sin duda, es la del abogado. Y es que sobre nuestros hombros descansa el dirimir conflictos al tener el monopolio para ingresar a los cargos jurisdiccionales, pues desde nuestra constitución se estableció que se necesita ser licenciado en Derecho para ser juez, magistrado y ministro. Ante tan tremenda encomienda, es natural que, cuando están en juego la libertad y el patrimonio de las personas, se critique a quien se percibe como el culpable de sus pérdidas. Pérdidas que, en un juicio, inevitablemente deberá asumir una de las partes.

No obstante este riesgo inherente a la profesión, lo cierto es que las facultades de Derecho, al permitir que egresen como licenciados en Derecho personas sin formación jurídica, no hacen sino avivar el encono que se tiene hacia el abogado, ya que consienten que falsos abogados salgan al mercado de los servicios legales a prestar servicios para los que no están preparados. No en vano, la impopularidad de la abogacía es tal que bien podríamos ser la profesión más aborrecida en México.

¿Y cómo no serlo? Historias como la del abogado que desapareció después de haber recibido el pago de sus servicios; que, por su ignorancia, no aportó tal o cual prueba o no supo elegir la vía correcta para tramitar el juicio, entre otras cuestiones más técnicas que implican una prestación deficiente de los servicios jurídicos, abundan en las calles. Y, como ya manifesté, sostengo que esas deficiencias tienen como raíz el hecho de permitir que egresen personas sin formación jurídica.

Por tanto, sólo cuando se le dé la debida atención a la educación superior en el Derecho, podrá cambiarse la abogacía. El primer paso es cerrar la compuerta que permite egresar a todos sin distinción. La segunda, preguntarse qué hacer ante las malas yerbas que ya pululan por los juzgados, proponiendo hacer más asequible la responsabilidad civil por mala práctica profesional en el abogado. Tema que erá materia de otra entrada.

Por Omar Gómez

Abogado postulante en materias fiscal, administrativo y constitucional

Contáctame en omar.gomez@belegalabogados.mx

Socio en belegalabogados.mx

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